Un día, sin consultarlo con nadie, decidí escribir sobre mi infancia. Lo hice por dos razones: por un lado, por un deseo literario, y por otro lado, por la nostalgia de un tiempo que ya pasó y que es difícil de volver a capturar.
A medida que escribo, recuerdo momentos de mi infancia que habían quedado olvidados. Es como si estuviera recordando sueños perdidos que habían estado guardados en mi memoria durante mucho tiempo. Ahora están vivos de nuevo gracias a mi escritura.
Recuerdo mi casa de la infancia, que parecía enorme en aquel entonces, pero que era realmente pequeña. Las tardes de verano pasadas jugando con mis amigos, corriendo y riendo sin preocupaciones. Las noches de invierno acurrucados en el sofá con mi familia, leyendo o viendo películas juntos.
También recuerdo mi primer amor platónico en la escuela primaria, y las emociones que sentía en secreto. O los pequeños conflictos y desacuerdos que tenía con mis padres, que parecían tan importantes en aquel entonces pero que hoy en día parecen insignificantes.
Incluso las pequeñas cosas como el olor de la casa de mi abuela, su risa cálida y su amor siempre presente. O el sonido de la máquina de escribir de mi padre mientras trabajaba en su oficina en casa.
Son momentos pequeños pero significativos que han formado mi infancia y que, al recordarlos, me hacen sentir tristeza y felicidad al mismo tiempo.
El proceso de escribir sobre esos recuerdos ha sido terapéutico para mí. Me ha permitido conectar con mi propio pasado de una manera que no había hecho antes. Me ha ayudado a ver la infancia de una manera diferente, a través de nuevos ojos y con una perspectiva diferente.
Todos tenemos recuerdos que nos hacen felices o nostálgicos, y a veces olvidamos lo importantes que son. Escribir sobre ellos es una forma de volver a conectar con ellos y de apreciarlos de nuevo. Porque al final del día, son estos recuerdos los que forman las historias de nuestras vidas.