Galla tiene catorce años, adora a su madre, a su hermana pequeña Antonnella y a su perra Daisy, y su mayor anhelo es salvarlas de la vida. ¿Sería más preciso decir: salvarlas de la vida en esa granja encenagada en el corazón de las marismas donde cosechas, animales y personas se echan a perder? ¿Salvarlas de su padre, un hombre que no habla, que no ve, que sólo golpea y trabaja, que es fuerza bruta y nada más? Ésta es la única vida que conocen, así que desea salvarlas de la vida y ya está. Galla adora a esos tres seres y detesta casi todo lo demás. Ha soportado la carga de criar a sus innumerables hermanas, de cuidar a las vacas, de los eternos días de lluvia sin descanso en la labor. En su imaginación vive aventuras temerarias e incontrolables, donde la aspereza del mundo se torna a veces una tierra soleada y generosa. Con frecuencia, la verdad es escurridiza, sus pensamientos trascienden la esfera de las horas, sus inquietudes apuntan a otro lugar… Y, sin duda, el primer paso es el instituto: para salvarse de su destino ha de estudiar. Niña salvaje enamorada del sol, Galla, sin embargo, no encaja en el civilizado mundo de sus compañeras. Por suerte, encuentra la amistad en la bella y esplendorosa Fanny, consuelo feliz que ilumina algunos días. Con todo, el desaliento y la soledad del internado a menudo la abruman. Un sábado de diciembre, el deseo irrefrenable de ver a su madre la empuja a regresar a casa. Decidida, recorre en su vieja bicicleta los treinta y cinco kilómetros que la separan de la granja. Durante el viaje, su flujo de pensamiento la arrastra, la acuna, la espolea. Cuando finalmente llega, todo está sumido en una inusitada oscuridad, sólo Daisy y su cachorro salen a recibirla y su padre no le permite entrar…