Sus secretos le pertenecían solo a él. A sus silencios, sus alegrías, sus desprecios, sus tormentos nunca les busqué explicación. Para mí eran como sacramentos…
El hombre se llama Wilhelm; camina ensimismado y su hijo Arturo le sigue como una sombra, atento a cada movimiento de su héroe, de quien imagina aventuras y proezas sin fin. Los dos viven en un antiguo convento, un caserón algo apartado del pueblo, donde antes se oían rezos y ahora reinan el silencio y la suciedad.
El padre se ausenta a menudo sin dar explicaciones, y Arturo crece rodeado de libros y malas hierbas, hasta que de repente aparece Nunziata, la nueva esposa de Wilhelm, y entre los dos se crea una complicidad extraña, casi a espaldas de ese hombre que vive en la cuerda floja, con la mirada puesta más allá de la isla de Prócida, más allá de Nápoles y del aire tosco que lo rodea.
Solo el mar sabe qué piensa y siente ese padre de labios orgullosos y ojos duros; solo el mar y Arturo, que un atardecer descubre a Wilhelm cantando delante de los ventanucos de una cárcel. Su voz es áspera y desentonada, pero ahí está la clave de una de las novelas más sensuales del siglo XX y el talento de una gran maestra, que con esta obra ganó el Premio Strega en 1957.