En algún lugar de toda su obra, Colette dice que ni en un día ni con un movimiento impulsivo se forma una hija de la naturaleza, y ella lo fue por entero, en cuerpo y alma, del principio al fin. Se nace así y así se siente y se vive cuando esa entereza es de verdad. Si esta condición inclina más pronto a la pasión que a la bondad, como podría decirse, Colette sabía conciliar muchas veces en sus personajes femeninos —que en tantos relatos suyos eran ella—, la bondad con la pasión, sin menoscabo de una ni de otra.
Se justificaba diciendo: «Mi poesía se mueve a ras de tierra». Observemos que decía «se mueve», y no «nace». Moverse ya implica haber nacido y, por tanto, la vida. En el ir de allá para acá de su poesía asomaba siempre lo que su marido llamaba capacidad de observación, sentido musical y oído perfecto, cualidades que admiró constantemente en ella. Para él, Al rayar el día fue el libro preferido sobre todos los de su mujer. «Si existe una novela suya autobiográfica —dijo—, es ésta… La propia Colette se pinta en ella con la mayor exactitud. Nunca ha llevado tan lejos el análisis de sí misma».