Fue el primero en estampar su nombre en el contrato cuando dije que teníamos superpoblación. Podría decirse que era del tipo de tío —o de demonio— que se dejaba la piel para ayudar a otros…, pero no nos íbamos a engañar. Ángel no era así.
—Tenemos que sacrificarnos por el bien común, camaradas —les dije, en una de esas super reuniones que ríete tú de las de las comunidades de vecinos—. El infierno se está masificado y esto no hay alma torturada que lo resista.
Y, claro, ya que el lugar al que los mandaba era la tierra… pues con sus pecadillos de nada, sus vicios tranquilos y su cero nivel de violencia —¿estoy siendo muy sarcástico?—, ¿cómo iban a negarse?
Él eligió, precisamente, Madrid…
Llegó una noche de verano en la que todo el mundo regresaba a sus casas de vacaciones, o precisamente salían de allí rumbo al descanso prometido, con el consiguiente atasco de narices. «¡Esto es un infierno!», gritaba la gente, acompañando las palabras con pitidos de claxon.
O sea, que desde el primer momento se sintió como en casa.
¿Y cómo podía ganarse la vida un demonio en Madrid?
Tenía solo dos opciones. La primera era hacerse con el dominio de una de esas mafias que regaban la ciudad de extorsiones, robos y asesinatos, pero la imagen de gánster con traje de rayas y metralleta no le llamaba demasiado. Lo de los trajes a medida, sí, que se había vuelto un poco pijo. Pero siempre había preferido fulminar a cualquiera con la mirada y hacer que el osado ardiera y quedara reducido a cenizas a coserlo a balazos con una semiautomática.
La otra opción, y la que escogió, fue abrir el mejor club dedicado al sexo de la ciudad. Y ahí andaban los electricistas, poniendo en marcha las luces de neón en el cartel encima de la puerta. En plena Gran Vía. Con dos narices, por no decir otra cosa.
Creo que algún vecino se va a escandalizar cuando lo lea.
«Sex Club del Demonio».
¿A que queda bien?
Venga, pasa… que seguro que te invita a una copa si vas de mi parte. Por cierto, no me he presentado, aunque seguro que ya sabes que soy… el Diablo.